jueves, 22 de agosto de 2013

Sobre el Aprendiz y el sentido de nuestros Misterios

“Habéis recibido ampliamente, mi Querido Hermano, materia de reflexión. Trabajad pues vos mismo en profundizar el sentido de nuestros misterios, pero desconfiad de una curiosidad indiscreta que no podría más que extraviaros…”

Extracto de la Instrucción Moral del Aprendiz
en la ceremonia de Recepción


De todos los males que aquejan a la masonería de nuestro tiempo, el olvido del consejo escrito en el epígrafe, en el cual se insta al Aprendiz a trabajar por sí mismo en la profundidad de nuestros misterios, es el peor de todos y causa de muchos de nuestros males.

Hemos definido reiteradamente a la francmasonería como reservorio refinado, casi único, de gran parte del saber humano contenido en sus ritos y en su particular pedagogía. Los siglos y las generaciones han ido perfeccionando esas ceremonias y esos sistemas que hoy contienen a miles y miles de iniciados en todo el Orbe. ¿Pero cuántos han cumplido con el mandato de sus primeros maestros? ¿Cuántos dedican su vida a poner en práctica el método masónico profundizando el sentido de nuestros misterios?

Seguramente muy pocos; pues si fuesen muchos no estaríamos frente a la fragmentación abrumadora que nos invade y mucho menos compartiríamos espacio en las librerías con los libros de la new age, que allí es justamente en donde colocan los libreros nuestros volúmenes de masonería. En nuestro intento por llegar al mundo profano nos hemos vuelto cada vez más parecidos al mundo profano. Y en la medida que hemos abierto las puertas a la simplificación de los misterios hemos perdido el respeto de los académicos, que hoy suelen recordarnos el valor de aquella sabiduría perdida, muchas veces con mayor precisión de lo que lo hacemos nosotros mismos.

En estos días recuerdo a un amigo fallecido hace un par de años, el arquitecto Horacio Velazco Suarez, hombre de una erudición sorprendente con quien tuve el gusto de mantener conversaciones interminables sobre pensamiento medieval. Lo recuerdo especialmente porque sigo releyendo infinitamente la obra de Etienne Gilson, que me llevé de su no menos sorprendente biblioteca, poco después de que abandonara este mundo. Seguramente, quedarme con el libro de Gilson era un modo de guardar algo de ese hombre capaz de mantener la paz en el debate más crispado.

En su libro La philosophie au moyen-âge, Gilson afirma que no puede comprenderse el pensamiento medieval si no nos remontamos a los primeros siglos del cristianismo, es decir, al pensamiento de la antigüedad tardía, especialmente al momento de la irrupción del cristianismo en el Mediterráneo Oriental y en el mundo helénico.

Los misterios a los que está llamado el Aprendiz tienen su raíz en ese mundo en el que a modo de “cultivo” se gestó un conflicto profundo entre dos visiones de la fe, disputadas por la teología y la filosofía. El pensamiento occidental articulado en la Edad Media –queda claramente expuesto por Gilson- nace entre estas dos visiones del cristianismo que no dejará de mecerse entre Aristóteles y Platón durante toda su historia.

En aquellos primeros siglos la figura de Hermes Trismegisto era casi equiparable a la de Moisés, a punto tal que hasta San Agustín de Hipona le reserva a Hermes un lugar de privilegio en tiempos “antiguos”, ubicándolo cronológicamente mucho antes que los sabios y filósofos de Grecia, pero inmediatamente después de Abraham Isaac, Jacob y Joseph.[i]

Esta equiparación, silenciada durante los siglos posteriores a los grandes Concilios Ecuménicos que establecieron el canon definitivo de la Iglesia Católica, resurgió casi fatalmente junto con el Renacimiento, cuando Cosme de Médici le encargara a Marcilio Ficino la resurrección de la Academia, muerta hacía ya quince siglos. En efecto, para Ficino y sus compañeros de la Academia Florentina, el profeta Moisés debía preparar la llegada del Mesías en tierras orientales en tanto que a Hermas le era reservado Egipto y el mundo helénico.

El regreso del neoplatonismo, encarnado por Marcilio Ficino y sus colegas de la Academia, entre los que cabe mencionar a Lorenzo de Médici (hijo y heredero de Cosme), al exquisito arquitecto León Battista Alberti, al joven Pico della Mirándola, a Cristóforo Landino (el máximo comentarista de La Divina Comedia) y al historiador Benedetto Varchi (por mencionar los más importantes), dio impulso a varias generaciones de filósofos y artistas que -sería necio callar- pusieron en jaque al orden establecido y modificaron radicalmente el rumbo de las ideas, comenzando por la influencia que ejercieron en Botticelli, Paracelso, Durero, Agrippa von Nettesheim y Milton entre muchísimos otros.[ii]

Marcilio Ficino, Cristoforo Landino, Agnolo Poliziano y (probablemente) Gentile de' Becci

Nada sería igual después de la Academia Florentina. Si viviese el R.·.H.·. Jorge Paju, que en su agnosticismo tuvo el arrojo de impulsar la publicación de Ordo Laicorum ab Monacorum Ordine recibiría esta última frase como un reconocimiento propio.

Sin la larga historia de los Padres griegos y latinos que esculpieron, golpe a golpe, la doctrina de la Iglesia, sin la epopeya europea del monasticismo benedictino y sin la larga tradición platónica traída a la corte de los Médici por el filósofo bizantino Georgios Gemistos Plethon, la francmasonería no hubiese sido más que una corporación de oficio como la de los talabarteros. Sin embargo se convirtió en una sociedad secreta, o tal vez fue el resultado de su cooptación por parte de otras sociedades secretas preexistentes cuyo objeto no era otro que perpetuar estas tradiciones en el seno de una asociación a cubierto. Acaso lo hayamos olvidado.

Pero, ¿Cuántos masones siguen el consejo de la Instrucción Moral que recibe el Aprendiz el día de su iniciación? Muy pocos. Como consecuencia de esta falta andamos por el mundo sin ponernos de acuerdo acerca del significado de la letra G. Para algunos será la inicial del nombre de Dios, para otros la de la palabra Gnosis y para muchos la de Geometría. Tal vez lo más grave es que no sepamos distinguir en qué cambiaría si fuese la una o la otra. No porque la diferencia nos separe, sino porque tal vez nos une.

Hace algunos años, cuando recién comenzaba a recopilar las notas para Monjes y Canteros, me sorprendió una definición de nuestro H.·. Henri Tort-Nouguès sobre la actitud del francmasón. Decía –palabras más, palabras menos- que el verdadero iniciado tratará de estar por sobre las disputas de Escuelas. En aquel momento creí comprender algo que hoy tengo mucho más claro y que se ilumina más en la medida que el camino se acorta, o se alarga según la perspectiva en la que nos situemos. Las Sociedades Iniciáticas –y la nuestra lo es pese a tantos empeños en hacérnoslo olvidar- debieran ser el lugar en el que aprendimos a leer al mundo en clave universal, pues la Logia es el modelo del mundo, de Oriente a Occidente, de Norte a Mediodía, desde la superficie de la Tierra hasta el centro y tan alta como todos los codos que se pueden contar. Dentro de ella la diversidad actúa como una sinfonía universal y en tal caso allí está el Volumen de la Ley Sagrada, abierto en el Evangelio de San Juan, recordándonos el Principio de todas las cosas.  

Cuando regreso al libro de mi querido y recordado Horacio Velazco Suarez, o cuando vuelvo a las obras de Ficino y de Pico della Mirándola y leo sus tribulaciones; cuando releo los esfuerzos de tantos abades trazando los planos de sus moles de piedra convertidas en Templos capaces de transformar el alma de quienes lo penetran; cuando regreso a la caballería templaria descrita magistralmente por John Robinson en Born in blood; cuando imagino el viaje iniciático de Martinez de Paqually en la Occitania de los cátaros y cabalistas vuelvo una vez más a Raymon Pannikar. Todos somos parte de esa misma especie cultural que se desarrolló en el occidente europeo, aunque hoy se recree en nuestro continente. Imagino a los masones como a los que poseen la llave de ese cofre que guarda el secreto de esa construcción inmensa. Una llave que el Aprendiz debe buscar en su interior siguiendo el sabio consejo del H.·. Orador.




[i] San Agustín, La Ciudad de Dios, Libro Decimo octavo: "La Ciudad Terrena Hasta El Fin Del Mundo"CAPITULO XXXIX

[ii] Marcilio Ficino, Sobre el Furor Divino y otros textos, ección, Introducción y notas P. Azara. Trad. J. Maluquer y J. Sainz; Antrophos, Barcelona

jueves, 26 de enero de 2012

El poder del símbolo

Breve apunte sobre Símbolo y Masonería


Foto gentileza de JTI. Escena en la catedral La Sagrada Familia

Si recurrimos a un diccionario nos encontraremos con que un símbolo es una figura u objeto que tiene un significado convencional. Pero esta definición nos resulta incompleta. “El hombre –dice Carl G. Jung- emplea la palabra hablada o escrita para expresar el significado de lo que desea transmitir... su lenguaje está lleno de símbolos, pero también emplea con frecuencia signos o imágenes que no son estrictamente descriptivos...” Logotipos, emblemas, marcas de fábrica, las iniciales de algunas organizaciones, adquieren un significado reconocible según al uso común. Sin embargo, Jung afirma que tales cosas no son símbolos. Son signos y no hacen más que denotar los objetos a los que están vinculados.

Una imagen es simbólica cuando representa algo más que su significado inmediato y obvio.[1] El proceso por el que un símbolo adquiere carácter universal está inmerso en el desarrollo del alma humana y recién comienza a revalorizarse a partir del siglo XX, especialmente con el descubrimiento del poder de los mitos y la teoría de los arquetipos del ya citado Jung. De tal modo, el símbolo se convierte en una suerte de conexión entre el hombre y el principio que aquel representa y del cual emana.

Esta instrucción gradual del francmasón, a la que hemos hecho referencia, conforma un método de acceso a este lenguaje mediante la iniciación y el posterior trabajo en Logia. El símbolo, al igual que el proceso inicático, carece de coordenadas de espacio y tiempo; puede ubicarse en cualquier época y en cualquier cultura; actúa de manera independiente de cualquier forma de religiosidad e impacta en la conciencia con la fuerza de la experiencia vital. La potencia del lenguaje simbólico que emplean los masones reside justamente en la capacidad que posee el “drama iniciático”, que transcurre en un espacio virtual, para trasmitir al neófito en el sentido más profundo del símbolo y hacerlo partícipe de esa conexión.

En su tratado sobre La interpretación de los símbolos, Luis Galarza expresa que “...el poder de persuasión y de convicción del símbolo estriba en que a través de la imagen se vivencia un sentido, se despierta una experiencia antropológica vital, en la que se ve implicado el intérprete. En el momento de la interpretación, el sujeto debe aportar su propio imaginario que actúa como medio en el cual se despliega el sentido, y debe atender a las resonancias, a los ecos que en él se despiertan, acontecen...”[2]

Visto desde esta perspectiva, podríamos decir que en masonería, el éxito del iniciado no dependerá de otra cosa que de su capacidad para penetrar la naturaleza de esos símbolos y aprehender aquel nuevo lenguaje (el simbólico) con el cual reinterpretará el mundo; pero, lo que es aún más importante, se reinterpretará a sí mismo, convirtiéndose en artífice de su propio templo espiritual y de la sociedad que integra.

Estas breves definiciones permiten aproximarnos a comprender porqué símbolo y masonería resultan inseparables. No sabemos a ciencia cierta en qué momento cobraron sentido los símbolos que integran el lenguaje masónico, pero es fácil encontrarlos en la visión alegórica de los Padres de la Iglesia y, particularmente, en los escritos de los grandes exegetas benedictinos.

Esta simbología está integrada a la arquitectura y al arte, pero también se percibe en estructuras sociales y políticas en donde cobra dimensión sociológica. Sería un error circunscribir la acción del símbolo a un ámbito puramente esotérico, pues la historia de la francmasonería demuestra con claridad que el símbolo puede convertirse en factor inspirador de cambios sociales, inducir un nuevo orden moral, establecer normas de conducta y adquirir una dimensión ética en la vida republicana, en la lucha por los derechos humanos y en la construcción de una nueva sociedad regenerada. En síntesis: emergiendo del misterio mismo y de la experiencia iniciática, el simbolismo masónico alcanza su destino final en la construcción del progreso.

Los símbolos no exigen creencias particulares. Son el resultado del progreso de la conciencia desde las oscuridades prehistóricas de nuestra especie. Los símbolos, como ningún otro lenguaje, colocan al hombre frente a su propia sombra indicándole, a su vez, el camino de la luz.

En esta capacidad se basa el concepto de fraternidad universal, común a todas las corrientes masónicas, puesto que apunta a descubrir la naturaleza esencial de la humanidad toda más allá de cualquier sectarismo. No en vano los regímenes totalitarios han desarrollado su propia simbología explotando el lado oscuro de la naturaleza humana. Ni tampoco por casualidad encontramos símbolos masónicos en los documentos fundacionales de las democracias modernas.


[1] Jung, C.G.; “El hombre y sus símbolos” (Barcelona, Luis Caralt Editor, 1976) También “Arquetipos e inconsciente colectivo”, (Barcelona, Piados 1991).
[2] Galarza, Luis;”La Interpretación de los símbolos, Hermenéutica y lenguaje en la filosofía actual” (Barcelona, Antrophos, 1990).

lunes, 7 de abril de 2008

¿Qué significa ser masón?





Masonería, Crisis y Modernidad



En la entrada del laberinto:

Dentro de pocos años, en 2017, se cumplirán tres siglos desde el momento histórico en el que cuatro logias masónicas con asiento en Londres constituyeron la primera Gran Logia especulativa de la que se tenga conocimiento. Por primera vez un grupo de logias de masones abandonaban su antiguo oficio de albañiles para dedicarse a la especulación filosófica. Nacía así la francmasonería moderna.

No es tema del presente artículo dilucidar si estos eran los verdaderos masones, ni si tenían mayor legitimidad que los que se negaron a acompañarlos en tal evento fundacional. Ni siquiera cuestionaremos si los antiguos límites establecidos en las constituciones inglesas de 1717 y 1724 tenían o no la entidad suficiente para imponerse luego –como lo hicieron- como base de la denominada regularidad masónica. Al respecto nos remitimos a lo que ya hemos dicho.

Más importante que indagar las raíces de la regularidad, o discutir sobre los sistemas masónicos de reconocimiento entre Grandes Logias (me refiero al denominado Derecho Interpotencial Masónico) o la marca de origen de las distintas corrientes que conforman la francmasonería, es el hecho de reconocer que a partir de esa fecha surgió el modelo de masón “libre y aceptado” cuyo estereotipo ha sobrevivido a casi tres siglos de existencia. Eso es lo que nos interesa.

Los masones del siglo XVIII asumieron como propia la herencia de las grandes corporaciones de constructores de la antigüedad y del medioevo. Reunieron un conjunto de documentos importantes –algunos verdaderos y otros de dudoso origen- y se construyeron para sí mismos un meta-relato, un mito de base con una dinámica propia que permitió que se siguiese enriqueciendo hasta el día de hoy en la medida que la historiografía encontró nuevos y mejores indicios de la existencia real de grandes gremios de albañiles, de sus secretos, de sus ritos y de sus respectivas tradiciones.

Tal fue el éxito de esta sociedad de masones especulativos que pronto se convirtió en el contrapeso secular más importante de la Iglesia Católica que no tardó en excomulgarlos en masa ante la impotencia de su avance.

Pocas instituciones en la historia de la civilización humana gozan del privilegio de haber sido testigos de las grandes mutaciones de la cultura y de la sociabilidad. Cada era trajo consigo sus propias estructuras cívicas, sus formas de gobierno y sus filósofos. Occidente es el resultado de un conglomerado de culturas e imperios que se sucedieron a lo largo de más de dos milenios y que, a su vez, venían de sufrir la influencia de antiguas culturas del Mediterráneo Oriental y del Oriente Medio.

En su ensayo sobre “El Espíritu de la Política”, el filósofo y sacerdote catalán Raymon Panikkar afirma que el mundo moderno sigue siendo la continuación de una historia europea y cristiana, definámoslo como Sacro Imperio Romano Germánico, Occidente, Civilización Occidental o Democracias. Podríamos afirmar que la religión goza de esa rara categoría institucional de la que hablábamos al principio. Aún con sus mutaciones, sus conflictos, cismas, reformas y excesos, el cristianismo, corporizado en sus iglesias, ha sobrevivido al paso del tiempo e influido profundamente en el derrotero de la historia.

Sin embargo, no es la religión el único factor perenne en la cultura occidental desde el momento en que irrumpió en su seno el agudo proceso de secularización que dio por resultado el actual estatus de separación entre las iglesias y los Estados y los conflictos que aun se dirimen entre ambos campos. Entre los factores que intervinieron activamente en ese proceso deben mencionarse principalmente las estructuras comunales y las asociaciones gremiales. La francmasonería es –al mismo tiempo- un fenómeno burgués y una consecuencia directa de la organización de las corporaciones de oficios ligados a la construcción. Desde esta perspectiva ha sido participe primario de la construcción de la sociedad secular.

Conceptos como “laicismo”, “laicidad” y “secularidad” son motivo de arduo debate entre los actores de la cultura y la política. Se trata de una confrontación que continúa en pleno desarrollo y que afecta directamente al campo social en la medida que éste reclama cada vez mayores libertades que frecuentemente colisionan con los límites del dogma y la moral que impera en el campo religioso.

Pese a que el público tiende a creer que este proceso de secularización nace con la Ilustración y el advenimiento del relativismo como resultado inmediato de la valoración de la razón y la ciencia, la realidad es que aquella corriente secular hunde sus raíces en tiempos remotísimos y que su desarrollo ha acompañado el devenir de la historia con un protagonismo sólo equiparable al de las religiones. Este otro campo tiene en su mismo centro a otra institución milenaria que, luego de sufrir sus propias mutaciones, cismas y reformas, ha devenido en lo que actualmente denominamos Masonería, cuyo sentido y significado es el objeto mismo de este pequeño artículo.

Uno de los aspectos más irritantes del momento histórico que vivimos es la crisis de las definiciones. En esencia, la posmodernidad tiende a la hibridación, a la exaltación de la cultura popular, el descreimiento de la autoridad intelectual y científica y la desconfianza ante los grandes relatos. Si la modernidad defendía la diversidad de las diferentes culturas bajo el primado de los derechos humanos como base normativa de "una vida libre de dominación" , la posmodernidad –tanto en el sentido de cultura o el de civilización- se ha caracterizado por la dificultad de sus planteamientos, ya que no forma una corriente de pensamiento unificada.

No sabemos exactamente de qué hablamos cuando mencionamos los términos familia, género, amor, religión, vida, etc. Todo el tiempo nos vemos obligados a entender y explicar a nuestro interlocutor qué cosa significa para nosotros aquello que durante siglos había permanecido inmutable, seguro, confiable.

Por decenas de generaciones la civilización occidental no supo nada de hogares multifamiliares, derechos de minorías sexuales, amor libre, dudas acerca de qué significaba ser religioso ni si la vida podía ser interrumpida en el seno materno. La lujuria, la sodomía, los abortos y la apostasía eran el ámbito del pecado, el territorio del mal, la ruptura del orden que las masas no discutían. Roto ese orden todo ha debido ser replanteado, redefinido y reclasificado.

Así las cosas hoy resulta más importante definir qué significa ser humano, religioso o masón antes que intentar definir qué es la humanidad, la religión o la masonería, pues según avanza la historia, se multiplican los conceptos de humanidad, religión y, también, de masonería. El lenguaje se ha vuelto babélico, confuso y superficial. No debiera entonces llamarnos la atención ésta necesidad de definir claramente qué significa hoy ser masón, puesto que, seguramente, descubriremos las infinitas diferencias que han surgido al respecto en los albores del siglo XXI y la profunda ruptura de la antigua tradición que intenta, no sin un enorme esfuerzo, perpetuarse en un mar de opiniones, posiciones confusas y extravíos diversos.

Conocida mi posición en torno a los orígenes cristianos de la francmasonería, ampliamente expuesta en varios volúmenes que preceden a este ensayo , no por ello desconozco la posición de quienes proponen un análisis del fenómeno masónico desde la teoría de la sociabilidad –como en su momento me reclamara mi colega Víctor Guerra- pues tan cierto es el hecho religioso subyacente en la actitud masónica como su fuerte penetración en la historia fruto de su actuación colectiva en el plano secular. Desde esa perspectiva pueden concebirse de antemano dos vertientes a su vez divididas en numerosas ramas: la de los tradicionales y la de los seculares. Si existe una significación masónica debiera contener a ambos. Si tal significación no existe –asunto que nos proponemos indagar- la masonería, tal como la hemos conocido, transita sus últimos solsticios.

Aun así, si nos proponemos preguntarnos qué significa ser masón no podemos soslayar las opiniones más relevantes en torno a qué es la masonería aunque, como masón, comparta la vieja frase de Perogrullo que reza que es mucho más fácil decir qué no es la masonería.

Tampoco podemos abstraernos al hecho histórico, ni al mito ni a la leyenda sobre los que la masonería ha construido su sistema de perfeccionamiento humano, hecho que pone de manifiesto a priori la incompatibilidad de lo masónico con la posmodernidad en tanto que esta se caracteriza por la incredulidad respecto de los grandes relatos, el desprecio por la utopías y el fin de los ideales. Toda la estructura de la francmasonería está construida justamente sobre un meta-relato, mitad histórico, mitad mítico, concebido como una gran utopía y lleno de ideales. Un hombre que renegase de estas tres características no podría, en verdad, ser masón. Continuaremos desarrollando estas ideas en futuras entregas.